domingo, 8 de septiembre de 2013

ERNESTO SABATO - DE VAGABUNDOS Y PARANOIAS



Hola de nuevo a todos ¡cuánto tiempo! Enteramente culpa mía, pero ya estoy de vuelta. Últimamente he estado desempolvando memorias y entre ellas he dado con un relato, que recuerdo haber escrito en un momento en el que la prosa de Ernesto Sabato era una gran influencia para mi. Hace algo más de dos años que el autor de genialidades como "El Túnel", "Sobre Héroes y Tumbas" y "Abaddon El Exterminador" nos dejó. No es un aniversario especial y tampoco era un autor tan mayoritario, pero he de reconocer que sus novelas me marcaron y las tengo en gran aprecio y estima y aunque algunas de sus ideas sociales y políticas no me gustaban un pelo, su capacidad creativa y su particular estilo siempre me parecerán admirables y un ejemplo a seguir. Os lo recomiendo encarecidamente y os animo a que me contéis vuestra experiencia con él. Mientras, os dejo este relato que torpemente trata de imitar su genial estilo, sin conseguirlo claro, pero creo que al menos es un texto bastante digno. Espero que os guste.


De Vagabundos y Paranoias

Escribo esto con la ingenua esperanza de que alguien lo lea y le sirva de guía, o, al menos, de advertencia. Doy por sentado que todos mis posibles lectores han paseado alguna vez por las calles de una ciudad (pues da lo mismo una que otra, ya que están por todas partes). Yo hice mi camino en las de un Madrid subterráneo y sucio. Sin lugar a dudas habréis reparado en esos hombres y mujeres vestidos con harapos que la mayoría de las ocasiones se dejan ver tendidos en el suelo de oscuras calles o en las esquinas de las vías más concurridas, con cartelones mal escritos en cartones sucios, casi tan renegridos como sus pieles.

Siento cómo se me escapa la vida así que me veo en trance de resumir lo más posible. Estos vagabundos son, en realidad, la más oscura, poderosa y temible secta de la humanidad, gobernantes del mundo, personajes callados que son la mano en la sombra que se encarga de manejar, a su antojo y con firmeza, los hilos del teatro de títeres que es la sociedad. Por supuesto no todos los que vemos tendidos sobre el asfalto son verdaderos Indigentes. Esos falsos tullidos y los verdaderos, las gitanillas adivinadoras y los quejumbrosos de familias numerosísimas, los enfermos de sida o cáncer o los aparentemente incapacitados por tal o cual motivo, todos pobres diablos o farsantes de tres al cuarto. Pero entre toda esta chusma de vagos y monstruos hay, tan cierto como que mi nombre es Jorge Guzmán, algunos personajes taciturnos, de miradas frías y que parecen apuntar siempre al infinito. Poca gente fuera de la secta puede jactarse de haberles oído hablar, no se quejan y sus carteles mal escritos no son más tapaderas para guardar las apariencias, que sumadas a sus ropajes rotos, sus pieles negruzcas de roña y su no muy agradable olor corporal, consiguen un efecto bastante certero entre las multitudes, pero a mi no me engañan ni media.

Durante años les anduve persiguiendo y estudiando, procurando mantener siempre una distancia prudencial, pues si bien es cierto que perder la vida no se me da un ardite, si que me hubiera importado dejarme apresar por aquellos monstruos cuyo sudor es tan negro como la tinta y sus miradas comparables a las del mismísimo Belcebú. Cuantas veces les habré visto reunirse en torno a disimuladas hogueras prendidas en barriles y frotarse las manos, mirándose unos a otros a los ojos, invocando demonios y sátiros de los avernos, o susurrarles palabras cariñosas a harpías disfrazadas de gatos callejeros y hacerle confidencias a demonios menores en cuerpos de monstruosos perros-lobo que se camuflaban bajo una capa de mugre tan densa como la de sus compañeros o vasallos. Y entre rituales y orgías inmundas aquellos seres, pues no tengo la certeza (y casi diría mejor la sospecha) de que sean humanos, daban órdenes a otros miembros de rango menor de la secta, que aspiraban a una vida “contemplativa” y de extraños lujos satánicos mientras vestían trajes almidonados en los parlamentos del mundo entero.

No me queda fuerza en los brazos para relatar todos los horrores que he visto y vivido, solo quiero terminar mis últimas páginas diciendo que fue uno de esos demonios menores en forma de sucio can el que, habiéndome descubierto una de las veces que me infiltraba cerca de la secta, disfrazado de tullido o de borracho, me mordió con saña algo por debajo de la ingle, infestándome el alma de demonios y el cuerpo de pus. La luz me abrasa y el agua me sabe a ceniza, apenas puedo controlar los espasmos de mis músculos y me resulta imposible reprimir los esputos de sangre y bilis que acuden a mi boca entre espumarajos blancos. Oculto estas, mis últimas palabras, junto a mis únicas pertenencias, dejándolo todo en manos del primero que lo encuentre y confiando, aún soy así de iluso, en que no sea un Indigente sectario.

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